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Cada vez que abres el grifo en Bogotá, no solo bebes agua del páramo: también bebes un pedazo de la selva amazónica.
Este fenómeno se explica gracias al ciclo del agua, un proceso tan extenso como fascinante. Todo comienza en los océanos, donde el agua se evapora y viaja en forma de nubes hasta la Amazonia. Allí cae como lluvia, se infiltra en los suelos y alimenta a los árboles. Estos, a su vez, liberan parte de esa agua a la atmósfera, dando origen a los llamados ríos voladores: corrientes invisibles que transportan humedad a grandes distancias.
Esos ríos llegan hasta las cordilleras, incluyendo el páramo de Chingaza, donde nuevamente caen como lluvia y recargan quebradas, lagunas y acuíferos. El viaje es tan largo que puede tardar miles de años, transformando la composición química e isotópica del agua. Así, el agua adquiere una “identidad propia”, conocida en geología como huella isotópica.
Geocientíficos del Servicio Geológico Colombiano (SGC) han demostrado, gracias a estas técnicas, que entre el 20 % y el 30 % del agua de Chingaza proviene directamente de la Amazonia.
Este hallazgo es especialmente relevante después de la reciente crisis hídrica que enfrentó Bogotá. La lección es clara: proteger los páramos como proveedores de agua es fundamental, pero también lo es cuidar todo el recorrido que hace el agua desde la Amazonia hasta la capital.
El próximo 22 de agosto, mandatarios de los ocho países amazónicos se reunirán en Bogotá para la V Cumbre de Presidentes de los Estados Parte del Tratado de Cooperación Amazónica (TCA). Sus decisiones impac
tarán directamente la seguridad hídrica de millones de personas.
Cada sorbo de agua que bebemos depende de la selva, los páramos y el compromiso de protegerlos.